De Argentina al Congo y Portugal, todos los caminos conducen a Francisco
Maria Helena Sequeira y Edoardo Giribaldi - Ciudad del Vaticano
«Todos los caminos llevan a Roma», dicen. Y hoy, en la Ciudad Eterna, el mundo entero parece peregrinar, siguiendo los caminos trazados por un Papa que vino «del fin del mundo», que caminó gastando las suelas de unos sencillos zapatos negros, los mismos gastados con los que pidió ser enterrado.
Amanece. Las seis de la mañana. La frágil hora en que la noche se alarga y el alba, tímida, roza los edificios de Vía de la Conciliación. La nueva luz, reflejada en los mármoles y las fachadas, ilumina suavemente los rostros de los fieles, que han acudido en masa al último adiós al Papa Francisco, que regresó a la Casa del Padre el lunes 21 de abril. Algunos se despiertan ahora, apretujados en sus sacos de dormir, a lo largo de las aceras. Un silencio tenso vibra en el aire.
Un brindis por el Papa
Un grupo de jóvenes argentinos -de Córdoba, nos dicen con orgullo- se pasan una botella metálica de agua por las manos. El personal de seguridad la bloquea a la entrada. Poco importa. Sorben a hurtadillas y luego estallan en ligeras risas. «Tequila, ¿recuerdas al Papa?», susurra uno, llevándose el dedo índice a los labios. Es un brindis silencioso por esa tierna ironía que Francisco nunca dejó de ofrecer, incluso en el dolor. Como cuando, hablando de su rodilla maltrecha, había sonreído: «Un poco de tequila no me molestaría». Hoy esa broma se convierte en un ritual. Una forma de seguir siendo humano, de creer, más fuerte.
Francisco entre los últimos
Al salir el sol, Roma se revela: no sólo una ciudad, sino una encrucijada. Las calles que rodean la Basílica se convierten en un río de lenguas, de dialectos, de banderas agitadas como mantos. Un atlas humano, abierto bajo el cielo. Francisco se sentaría entre ellos. Junto a Beatrice, sin hogar, con el pelo rubio descolorido, la espalda apoyada en un antiguo portal de madera, un saco de dormir enrollado hasta las rodillas. Exhala largas nubes de humo. De la gente sólo ve rodillas apresuradas, zapatos impacientes. Los observa con leve desencanto. Sonríe, cuando pasan a su lado los ruidosos adolescentes que han acudido a Roma para el Jubileo dedicado a ellos.
Soñar y construir un mundo mejor
Entre los diversos grupos presentes hay jóvenes portuguesas de la parroquia de Ericeira y Carvoeira, confiadas en que la tristeza unirá a fieles de todo el mundo y «traerá más adolescentes a Roma en este año jubilar», dice Margarida. «El Papa Francisco unió a la gente a través de su mensaje de esperanza y atención a los más necesitados»; «sí, unió a católicos y no católicos, hubo mucha gente que lo apreció», comparten Manuel y María, que tímidamente coinciden con su par. En efecto, los jóvenes sienten la fe en su concreción y, como el Papa, desean vivir en un mundo mejor. Creen que ahora, desde arriba, cuida de todos nosotros y se alegran ante la idea de poder hablar con él idealmente: «Me gustaría pedirle que cuide de los países en guerra, más aún ahora que está en el cielo, para que ayude a la gente que sufre y les dé la esperanza que falta», añade Margarida. «Espero que el Papa Francisco pueda ayudarme a encontrar aún más mi fe interior, ayudarme a ser mejor persona», exclama Diana entre sonrisas sinceras.
Desde el corazón del Congo, un canto de paz
Un coro de voces gospel del Congo entona una versión local de Amazing Grace, entrelazando notas rotas y esperanza. «Nos dio fuerzas para seguir adelante, a pesar de la fealdad», susurra Jeanette, cubriéndose las lágrimas con la mano, una conmovedora paradoja para una cantante. «Necesitamos que se hable de nosotros. Sobre la guerra. Que el mundo lo sepa», añade Kenneth, con la mirada dura pero vibrante de confianza. Los últimos acontecimientos hablan de una tregua que podría conducir a una paz duradera, anhelada por el Papa. Esperamos. Nosotros esperamos. A Francisco siempre le estaremos agradecidos». El fin de las hostilidades, como único horizonte, une todas las voces.
Infinitos caminos hacia un único agradecimiento
Algunas historias hay que buscarlas. Otras se conocen. «¿Sois periodistas?», pregunta Madeleine, los ojos marcados por el sueño, con sus gemelas agarradas a los costados. Viene de Aix-en-Provence, Francia, tomándose unos días libres por el Día del Trabajo. Ha viajado cientos de kilómetros para dar las gracias. Gracias por una frase que guarda en su corazón desde hace años: la que pronunció Francisco a un niño, Emanuele, que lloraba a un padre ateo y temía haberlo perdido para siempre. «Dios está orgulloso de tu papá.... Dios tiene corazón de padre. Tu padre era un hombre bueno. Está en el cielo, tenlo por seguro», había dicho el Papa. Madeleine lo repite, sin temblar, como una oración ya dicha innumerables veces. Sonríe. Deja las manos de sus hijas. Se aleja suavemente. Y ellas, sin dudarlo, la siguen.
Un paso hacia la luz
De todos los rincones del mundo parten, en busca del Papa que supo hablar a los alejados de la fe. Y hacer que se quedaran. Como Sienna, berlinesa de veintiséis años, que el viernes pasado, ante los micrófonos vaticanos, había contado su Fomo, ese Miedo a Perderse que ahora tiene hambre de presencia. Debería haberse ido. Pero se quedó. Ahora está sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una mochila y la mirada perdida en el cielo. Justo antes, intercambió unas palabras con un voluntario de apoyo psicosocial, bajo una tienda blanca y discreta al borde de la plaza. Muchos jóvenes se acercan a las barreras. Buscan una palabra, una sonrisa, algo que les caliente el corazón más que el sol, que a veces se esconde entre las nubes.
«Maestro y poeta»
Una imagen que describe la esencia de este día: estar aquí no es el final. Es un comienzo. Como el camino trazado por Francisco, capaz de unir el fin del mundo a su centro. Termina la ceremonia, la procesión hacia Santa María la Mayor avanza lentamente, como una oración andante. La multitud comienza a salir. Los chicos de Córdoba recogen su cantimplora vacía. Me pregunto si, como el Pontífice, aman a su compatriota Jorge Luis Borges. Uno de sus pasajes, retomado por el Papa, suena hoy como un testamento, confiado a ellos, a Sienna, a Kenneth, a Jeanette, a las jóvenes portuguesas, a Beatrice:
«Quiero dar gracias... por Whitman y Francisco de Asís que ya escribieron este poema, por el hecho de que este poema es inagotable y se mezcla con la suma de las criaturas y nunca llegará al último verso y cambia según los hombres».
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