Hiroshima. Cupich: Memoria viva para despertar conciencias
Sara Costantini - Ciudad del Vaticano
En el Monte Tabor, la luz reveló nuestro llamado a compartir eternamente la gloria divina como hijos e hijas del Padre; en Hiroshima, la luz trajo destrucción, oscuridad y muerte inimaginables. Con estas palabras, el cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, abrió su homilía en la Misa por las víctimas de la bomba atómica, celebrada esta mañana en Hiroshima, el día en que la Iglesia celebra la Transfiguración del Señor y en el octogésimo aniversario de aquella explosión que cambió para siempre la historia de la humanidad.
Una luz de destrucción
En el corazón de su homilía, el cardenal Cupich contrastó la luz que brilló en el monte Tabor con la luz cegadora que devastó Hiroshima: «En el Tabor», dijo, «Jesús se reveló a los discípulos como el Señor de la historia, y el Padre proclamó desde el cielo: ¡°Este es mi Hijo amado... escúchenlo¡±. Pero aquí, hace ochenta años, una luz diferente descendió del cielo: una luz de destrucción que sumió al mundo en un silencio devastador». Para el cardenal, este contraste nos obliga a afrontar la verdad: «Cuando ignoramos la visión del Tabor, cuando hacemos oídos sordos a la voz de Dios que nos llama al amor fraterno, terminamos allanando el camino para el odio y la devastación».
El testimonio de los supervivientes
Haciendo eco de las palabras del Papa Francisco, pronunciadas en el mismo lugar en 2019, Cupich reiteró lo que él llama los "tres imperativos morales" para salvaguardar el futuro de la humanidad: recordar, caminar juntos y proteger. "Recordar", enfatizó, "significa evitar que la tragedia de Hiroshima caiga en el olvido. Significa transmitir a las generaciones futuras la memoria de los hibakusha, aquellos sobrevivientes que, con su testimonio, gritaron durante décadas: ¡nunca más!". Pero la memoria, añadió, no puede ser meramente histórica: "Como Jesús conversando con Moisés y Elías en la montaña, estamos llamados a situar nuestras tragedias en el plan salvífico de Dios, que abarca los orígenes y señala el día en que el Hijo del Hombre reunirá a todos los pueblos y lenguas. Necesitamos una memoria viva que despierte las conciencias y pueda decir a cada generación: ¡nunca más!".
Escucha y respeto
Para Cupich, la respuesta cristiana exige "generar reacciones en cadena de paz y reconciliación, caminar juntos como pueblo en éxodo, dejando de lado el nacionalismo y la rivalidad, escuchando las historias de los demás y construyendo una mesa donde nadie quede excluido". El arzobispo de Chicago también enfatizó la contribución de la Iglesia al bien común: "Nuestra experiencia sinodal", dijo, "ofrece al mundo un ejemplo concreto: aprender a escucharnos, a dialogar, a respetarnos. Este es el camino hacia la paz y, juntos, hacia la liberación interior".
Construyendo caminos de paz
Finalmente, el cardenal abordó el tercer imperativo: la protección. «En un mundo marcado por una guerra mundial librada a pedazos», recordó, «no hay seguridad para nadie mientras falte la paz, ni siquiera en un solo rincón de la tierra». Tras recordar la imagen evangélica de los discípulos «envueltos en la nube en la montaña» para indicar el significado más profundo de esta protección, Cupich concluyó su intervención con una invitación que es a la vez compromiso y misión: «Hace ochenta años, el mundo presenció el alarmante abuso del ingenio humano empeñado en la destrucción. Hoy, aquí en Hiroshima, estamos llamados a usar ese ingenio para protegernos y construir caminos de paz. Esta fiesta de la Transfiguración cambió para siempre hace ochenta años. Mantengámonos firmes al explicarle al mundo por qué».
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