Agustín, un santo que todavía habla a la humanidad
Tiziana Campisi - Ciudad del Vaticano
¿Qué tiene que decir San Agustín al hombre de hoy? Todavía mucho. Aunque han transcurrido casi dieciséis siglos desde su muerte, el 28 de agosto del año 430, en Hipona (hoy Annaba, Argelia), en este Padre de la Iglesia —quien, atraído por la Sabiduría, fue filósofo, monje, teólogo, sacerdote y obispo, un incansable buscador de la Verdad— todos redescubrimos las preguntas del corazón, las inquietudes del alma, las crisis interiores, las conquistas intelectuales y las alegrías del afecto. En Agustín encontramos respuestas a esas preguntas de sentido que a veces nos atormentan y nos conmueven; pero, sobre todo, nos encontramos a nosotros mismos. Porque, en última instancia, la interioridad que él exploró es la nuestra; esas insatisfacciones, emociones y decepciones que describió y analizó con tanta belleza son las nuestras.
"Padre de la interioridad"
Y son también sus experiencias las que nos hacen reflexionar: sus amistades, sus reflexiones sobre asuntos mundanos y, sobre todo, ese anhelo de infinito que conecta la fe y la razón. Por eso, en ese viaje interior que emprendió, compartiéndolo en innumerables escritos, guía a cada hombre, y a todos, en cierta medida, a ese franco análisis de la propia conciencia. Y por eso, podría definirse como el «padre de la interioridad», porque nos enseña a adentrarnos en lo más íntimo de nuestro ser, a elevarnos con el espíritu y trascender para encontrarnos con Dios.
Una presencia concreta
¿Solo exaltación? Nada más lejos de la realidad. Agustín nos ayuda a comprender que el camino, la verdad y la vida es Jesucristo, Dios hecho carne, y nos ofrece la clave de la humildad para conocerlo. Giovanni Papini, escritor, poeta y ensayista que vivió entre los siglos XIX y XX, escribe en su San Agustín que el obispo de Hipona "es uno de esos hombres para quienes la muerte no existe", y "después de pasar un tiempo con él, uno tiene la impresión de haberlo conocido, de haber hablado con él, de ser amigos". Y Papini lo resume bien cuando afirma que "todos los personajes célebres sobreviven gracias al recuerdo de sus obras, pero es, la mayoría de las veces, un recuerdo nocional y no afectivo: están presentes en estatuas, en libros, en mentes, pero lejos del corazón. La de Agustín, en cambio, es una presencia concreta, casi palpable e íntima".
El anhelo del “bien inmutable”
El gran Padre de la Iglesia nos enseña que el hombre necesita a Dios, y lo explica en La Ciudad de Dios (XII, 1, 3): "Esta naturaleza fue creada con tal excelencia que, aunque cambiante en sí misma, puede alcanzar la felicidad uniéndose al bien inmutable, es decir, al Dios supremo. Además, no podría satisfacer su propia indigencia a menos que se convirtiera en bienaventurada, y solo Dios puede colmarla". Luego, nos ayuda a descifrar mejor la existencia recordando que "llevamos una vida miserable en este cuerpo mortal que agobia el alma", pero "viviendo en la fe, la esperanza y la caridad, peregrinando en este mundo entre pruebas fatigosas y peligrosas, pero también apoyados por los consuelos materiales y espirituales que Dios nos concede, caminamos hacia la visión beatífica, perseverando en el camino que Cristo se ha trazado para los hombres" ( Comentario al Evangelio de San Juan 124, 5). Y la historia, sobre la que nos planteamos tantas preguntas, la escribe Dios junto con los hombres, aclara en el Discurso 169 (11, 13), especificando que "todo procede de Dios; pero no permaneciendo como adormilados, como reacios a esforzarnos, casi contra nuestra voluntad. Sin tu voluntad, la justicia de Dios no estará en ti. Sin duda, la voluntad es solo tuya, la justicia es solo de Dios. Sin tu voluntad, la justicia de Dios puede existir, pero no puede existir en ti si te opones a ella"; "Quien te formó sin ti, no te hará justo sin ti".
La justicia de Dios
Son innumerables las homilías en las que el obispo de Hipona aborda temas de actualidad, aborda problemas concretos y nos ayuda a interpretar la realidad a la luz de la fe. "Dios puede hacer cosas cuya razón desconoces; pero no puede hacer nada injusto, pues en él no hay iniquidad", dice en su Exposición sobre el Salmo 61:21-22. "Reprochas a Dios como si fuera injusto... No le reprocharías la injusticia si no tuvieras una idea de la justicia... Ves que algo es injusto con respecto a cierto estándar de justicia, con el que mides lo que te parece inadecuado. Al ver que algo no se corresponde con el estándar que crees exacto, lo condenas, como un artesano que distingue el bien del mal". Y continúa: "Ve más allá, sube allí donde Dios solo ha hablado una vez. Allí encontrarás la fuente de la justicia, así como la fuente de la vida".
El Todopoderoso saca el bien del mal.
Respecto al mal, entonces, con estas palabras nos guía a la reflexión: "Deseas discutir por qué Dios permitió el crimen antes de cumplir con los deberes que te harían digno de participar en tal discusión. Oh hombre, no puedo revelarte el plan de Dios", pero "esta es la grandeza de Dios: ser el autor del bien que haces y poder sacar bien incluso de tu mal. No te sorprendas, entonces, si Dios permite el mal. Lo permite por su propio juicio; lo permite dentro de cierta medida, número y peso. Con él no hay injusticia".
Matando la guerra con la palabra
Y hoy, mirando un mundo herido por guerras y conflictos, es muy preciosa la invitación de Agustín al diálogo: "El título más grande de gloria es precisamente matar la guerra con la palabra, más que matar a los hombres con la espada, y procurar o mantener la paz con la paz y no con la guerra" (Carta 229, 2).
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