San Pedro y San Pablo
PEDRO, PONTE EL MANTO Y SÍGUEME
Hoy celebramos la solemnidad de los santos Pedro y Pablo. La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, narra la experiencia de Pedro, a quien un ángel libera de la prisión; en efecto, el propio Pedro dice: «Ahora me doy cuenta realmente de que el Señor ha enviado su ángel y me ha librado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaban hacerme los judíos». Se trata de una experiencia que hay que leer y comprender a la luz de lo que la comunidad cristiana hace por Pedro: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él». La “liberación”, por tanto, está estrechamente relacionada con la oración de intercesión que la comunidad dirige a Dios.
Esto nos recuerda que no nos salvamos solos, sino que Dios entra en la historia de cada uno de nosotros también gracias a las oraciones que llegan hasta Él, es decir, gracias a quienes están a nuestro lado y rezan por nosotros. Quizá también, como Pedro, estamos encadenados a nuestros miedos, nuestras fatigas y fragilidades; atrapados por nuestros sentimientos de culpa o por el pensamiento de que nada cambiará. Y, sin embargo, a cada instante llega hasta Dios una oración por nuestra liberación; continuamente, sin que lo sepamos, alguien está rezando por nosotros, y quien reza probablemente no sabe a quién favorecerá su oración. Es la fuerza de la fe, la alegría de ser comunidad, Iglesia, Pueblo de Dios en camino hacia el cielo. Depende de nosotros dejarnos provocar por esta oración silenciosa y respetuosa que nos alcanza como «el susurro de una brisa suave» (cfr. 1Re 19, 12). Una palabra que, como le sucede a Pedro, nos alcanza y nos dice: «¡Levántate, date prisa!… Ponte el cinturón y las sandalias… ¡Ponte el manto y sígueme!». Si consideramos ahora este texto en su conjunto, notaremos que reproduce la narración de la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto: la referencia a la Pascua (“Eran los días de los Ácimos”, dice el texto, cfr. Ex 12,15-20); la maldad de Herodes recuerda la del faraón (cfr. Ex 3 y 10); la noche recuerda la de la liberación del pueblo (Ex 11,4); la orden del ángel evoca el mandato dirigido al pueblo (“ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias”, cfr. Ex 12, 11). El autor desea ayudarnos a releer la experiencia de Pedro como un nuevo Éxodo en el que Dios interviene otra vez en favor de los suyos. Y Jesús actúa con cada uno de nosotros como lo hizo con Pedro.
HE COMBATIDO LA BUENA BATALLA
La segunda lectura nos presenta la figura del apóstol Pablo que confía al discípulo Timoteo su experiencia: «He combatido la buena batalla, he terminado la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel día me entregará el Señor…». Y concluye: «El Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas… fui librado… y el Señor me librará… y me salvará llevándome a su reino celestial». También Pablo, como Pedro, experimentó la liberación. Sintió lo cerca que está el Señor y cuánta fuerza da a quien confía en Él. Una cosa es cierta: valentía, confianza, fuerza… Pablo las encuentra manteniendo fija la mirada en la meta donde el Señor lo espera y lo revestirá con su corona de justicia. Con estas breves palabras, el testimonio de Pablo nos incita a reavivar en nosotros el don de la fe, la certeza de que no estamos solos en el camino, sino que Dios está con nosotros y nos acompaña, por senderos a menudo escondidos, hacia el cielo, nuestra verdadera patria.
TÚ ERES EL CRISTO
Por último, el texto del Evangelio nos presenta el primado de Pedro, el papel especial que el Señor mismo le confía. Lo hace a partir de una pregunta: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?». Es una cuestión de fe. Jesús no se conforma con ser un nombre entre otros muchos. En el fondo, el Señor desea conducirnos fuera de las fórmulas que tratan de reducir -y, a veces, de manipular- a Dios, de colocarlo a nuestro nivel. Jesús no es un salvador como otros. Será Pedro quien revele la identidad de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Y Jesús responderá: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Notemos que Jesús no espera a que Pedro sea perfecto; de todas formas, nunca lo será. Jesús confía a la frágil vida de Pedro la tarea de ser custodio, de ser el primero en la caridad. Si luego lo reniega y lo abandona, paciencia… Pedro será capaz de reconocer su error, estará dispuesto a cruzar su mirada con la de Jesús, será capaz de seguir de nuevo al Señor y, por Él y con Él, continuará echando las redes de su vida (cfr. Mc 1,14ss; Jn 21). El Señor Jesús sabe que ha llamado a un hombre, a un pescador, no a un ángel. Y Pedro comprende, y comprenderá cada vez más, que solamente en Jesús y con Él podrá llevar a cabo la tarea que le ha sido confiada.
EN EL MUNDO, SOSTENIDOS POR EL EJEMPLO Y LA ORACIÓN DE LOS SANTOS PEDRO Y PABLO
Para concluir, recordemos durante un momento el camino litúrgico recorrido hasta aquí: hace poco, hemos celebrado la solemnidad de Pentecostés, luego las de la Santísima Trinidad y del Corpus Domini; hoy se nos ofrece la posibilidad de celebrar la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, como para recordarnos que es el don del Espíritu Santo el que nos impulsa, como un tiempo hizo con los santos Pedro y Pablo, a testimoniar a todos que Dios Trinidad es Amor. Fue el Espíritu Santo quien infundió valor a los discípulos para que se reunieran, corriendo todos los riesgos de aquel periodo, para celebrar la Eucaristía en el día de la resurrección del Señor; fue el Espíritu Santo quien les hizo comprender que “sin la Eucaristía no podemos vivir”, aún a costa de morir. De este modo, Pedro, aparentemente débil, morirá en Roma por el Señor Jesús. Y también Pablo, el perseguidor, morirá por Aquel que murió por Él. Pedro murió en el circo de Nerón y fue enterrado en la colina del Vaticano; Pablo, en la Vía Ostiense. Que la experiencia y el testimonio de los santos Pedro y Pablo nos animen en el camino de la vida. Que estos dos grandes santos nos ayuden a encontrar valor para amar como ellos amaron, según el ejemplo de Jesús, nuestro Señor.
Vea también “San Pedro” y “San Pablo” en la sección Santo del día.